Juan Calalú no sabía cuando la señora de
extraña y graciosa figura se había mudado al apartamento de al lado. Era tan rara que nadie conocía su
nombre. Un día Juan la trajo hasta la
puerta con la excusa de buscar una taza de azúcar negra. Luego de los saludos de obligación y sin
darle su nombre ella le contestó:
̶ Te doy azúcar,
con mucho gusto, si sabes mi nombre.
Juan Calalú se moría por el azúcar de la
señora de graciosa figura, pero no sabía que contestar. Revisó la basura por cartas descartadas y
hasta veló al cartero a ver si le dejaba algo nuevo. Preguntó entre los vecinos,
pero nadie sabía nada. En el bar de la esquina, entre cervezas,
encontró a un amigo que ya no vivía en el barrio y que se le acercó preguntando:
̶ ¿Pero por qué
tan triste Juan Calalú?
̶ Por qué no he
podido averiguar el nombre de la señora que se ha mudado al apartamento al lado
mío y me muero porque me ha ofrecido un poco de azúcar si lo descubro.
El amigo lo escuchó describirla
incluyendo todos los detalles de su graciosa figura y extraño comportamiento.
̶ Mira acá Juan,
cuando la veas dile… ̶ le dijo susurrándole ̶ Pero no te olvides de contarme como te va.
Juan regresó a la puerta de la vecina y
tocó el timbre taza en mano. Cuando
abrieron la puerta le dijo:
̶ Aquí está la
taza para tu azúcar Cati Lantemué. Ella,
le sonrió pícaramente, lo aferró por el cuello de la camisa y lo entró al
apartamento.
Desde entonces nadie sabe de Juan Calalú,
pero en las noches se escucha el canto:
̶ Soy dulce como
el melao, alegre como el tambor, llevo el rítmico tumbao… ¡Azúcar!
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